
Correspondencia: Gustavo Édgar Orpinela Lizárraga
Hidalgo 1661 Pte
64060 Monterrey, Nuevo León, México
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Este artículo debe citarse como
Orpinela-Lizárraga GE. Cura denegada. Rev Hematol Mex 2015;16:338-340.
Presentación
Gustavo Orpínela-Lizárraga, autor de este artículo, tiene 41 años. Es psicólogo, músico y maestro de secundaria. Padece linfoma de Hodgkin resistente a tratamiento de segunda línea más trasplante autólogo de médula ósea y es apto para recibir tratamiento de rescate con brentuximab-vedotin, al que no ha podido acceder por su alto costo. En Culiacán, Sinaloa, su grupo de amigos y sectores de la sociedad están organizando una serie de actividades para recaudar fondos para la compra del fármaco. Debido a su gran don de gente y multifacético profesionalismo, Gustavo cuenta con un alto aprecio de quienes lo conocen. En su artículo, el autor describe con elegancia y energía –al sufrirla en carne propia– la impotencia del enfermo con cáncer al no poder acceder al tratamiento más adecuado por las barreras económicas que impone la industria farmacéutica a este tipo de productos, aunado a la ineficacia burocrática del sistema mexicano de salud. Ésta es, pues, la voz de un paciente.
Como molinos de viento transfigurados en gigantes de acero contemporáneos, las grandes compañías de laboratorios internacionales parecerían guardar con recelo la fórmula mágica de la que dependería la vida de millones de personas enfermas en todo el mundo. La inversión que realizan las inmuniza o, mejor dicho, las blinda ante cualquier propuesta emitida por la opinión pública. Frente a esos titanes farmacéuticos, la voz, el quejido, el grito, el dolor del enfermo se ahoga sin pudor ni arrepentimientos, como eco sin eco.
En este nivel, lo que marca el paso es justamente el empleo de grandes sumas de capitales destinados a investigaciones que, primero, obedecen a principios elementales de la ética médica, pero que a la postre, en el camino, progresivamente, este sentido humano o humanitario de esta incesante búsqueda científica va declinando hasta transformarse en una de las más feroces y representativas fachadas del capitalismo que, con gusto, nos zarandea convirtiéndonos en consumidores antes que en cualquier otra cosa.
Puesta su vida de por medio en esta epopeya tecnológica contra la enfermedad que ha emprendido el ser humano en los últimos años, el investigador casi es ajeno a aquello en lo que desemboca su labor cotidiana.
Sumergido en la batalla de todos los días por encontrar lo que se propone, el científico poco o nada tiene que ver con lo que viene después una vez que ha conseguido dar con el remedio de tal o cual enfermedad. Su hábitat se agota en el interior de las cuatro paredes blancas que le dan sentido a su vida, su curiosidad investigativa.
El gran capital es el que comercializa, distribuye, reparte, retira, deniega, ofrece, el medicamento surgido de estos auténticos modernos talleres de reinvención de la vida en los que tanto dinero invierte. El gran capital es quien marca la pauta de las idas y venidas de medicinas que son, en infinidad de casos, la única tabla de salvación para pacientes con enfermedades verdaderamente lacerantes. El gran capital se convierte, en esa medida, y a partir de ahí, en última instancia, en esa entidad abstracta que prácticamente dicta el destino de millones de esos pacientes.
Los grandes laboratorios internacionales –el rostro que asume aquí el gran capital–, que dirigen sus productos al cuerpo, despojan a ese mismo cuerpo de su dignidad humana cuando le ponen, con una etiqueta, un precio a la vida. Porque la vida cuesta, pero que tenga precio es otra cosa: es amarrarla a la madeja de los intereses del mercado, es confinarla a las mazmorras de la ley de la oferta y la demanda, es extraerle la esencia que la define.
Quizá sea el paciente oncológico el que con mayor frecuencia se vea expuesto a este fenómeno de deshumanización que envuelve al mercado internacional farmacéutico. El cáncer es una enfermedad cuyas causas apenas están siendo dilucidadas por la Medicina; sin embargo, esto no ha impedido que se hayan encontrado vías para desactivarlo, sobre todo cuando el proceso de tumoración es apenas incipiente. Todos sabemos que la quimioterapia, la radioterapia y la cirugía han conquistado grandes hazañas en los últimos años. Lamentablemente, la frecuente mutación de las células cancerígenas ha hecho fracasar todavía en mayores ocasiones a los fármacos, y esto ha llevado a los grandes laboratorios a redoblar esfuerzos –e inversión– en sus investigaciones, dando por resultado, en algunos casos, medicamentos exorbitantemente costosos.
La paradoja es que en los sistemas de salud de la mayor parte de los países que llamamos desarrollados o de primer mundo, esos medicamentos de última generación se subsidian, mientras que en países como el nuestro, no. Si en Italia un paciente oncológico requiere un fármaco recién salido al mercado, el sistema de salud se lo garantiza. Si en México un paciente oncológico requiere un medicamento incosteable de ¡millones de pesos! de última generación, el paciente tendrá que buscar la manera de reunir la cantidad requerida para comprarlo, lo que equivale, casi, a una condena de muerte. El sistema te desahucia aunque tu enfermedad pueda ser curada con ese nuevo fármaco emitiendo una sentencia parecida a la de Poncio Pilato y su tristemente célebre lavado de manos.
El sistema de salud mexicano no se responsabiliza por la salud de sus derechohabientes cuando éstos osan llegar a esos umbrales de enfermedad tan demandantes. A cambio de eso, la burocracia le ofrece a este resistente paciente oncológico tratamientos que no lo van a curar, porque no son los que necesita, pero que le retrasarán un proceso que ocurre de todas maneras como irremediable. ¡Lo increíble es que el fármaco que lo aliviaría existe en el mercado, pero la burocracia prefiere esperar a que baje de precio para adquirirlo, mientras en el inter, cientos y cientos de derechohabientes fallecen cada semana!
El remedio quimioterapéutico existe, pero el gran capital y la burocracia de nuestro país hacen de obstáculo para que éste llegue a las manos de quienes lo necesitan. Se ve claro lo absurdo del asunto: en algún lugar del mundo existe la cura de este paciente, pero el capital se la niega sólo por falta de dinero. En algún lugar del mundo existe el remedio, pero la burocracia del sistema mexicano de salud se lo niega.
El gran capital y nuestra bendita burocracia: gigantes de acero contemporáneos transfigurados en molinos de viento con pocos Quijotes que les hagan frente.
Curioso mundo éste en el que vivimos…