
Correspondencia: Dr. Alberto Palacios Boix
[email protected]
Este artículo debe citarse como
Palacios-Boix A. Cedimos las calles. Rev Hematol Mex 2015;16:102-103.
Como médico y psicoterapeuta, me dedico a observar y escuchar la naturaleza humana. Además del oficio, lo aprendí de mi padre, a quien regalé orgullosamente el libro “Man Watching” de Desmond Morris en su cumpleaños cincuenta y tres, intuyendo que lo extasiaría.
Alguna vez, en un modesto bar de Montevideo me enseñó a observar el lenguaje no verbal de mis semejantes; entonces, de una bella mujer que gesticulaba mostrando su argolla de matrimonio para disipar las miradas seductoras de otros comensales.
Así discurrió imperceptible mi anhelo de cobijar los deseos ajenos, descifrar sus pasiones, e intentar mitigar sus sufrimientos. Si en alguna medida lo he logrado, no seré yo quien juzgue tal empresa.
Esta tarde camino por la jungla urbana de la ciudad que adopté desde niño. Despreocupadamente, dejé de advertir el odio que se respira en tantos de sus rincones, quizá en defensa o negación de tal sentimiento opresivo.
Un auto sin placas pasa a mi lado, flanqueado por la mirada iracunda del copiloto, vuelto hacia la ventana en actitud amenazante. Seguramente lleva un arma en ristre –imagino, tanto como me sorprende la naturalidad de mi conclusión. ¿Me he acostumbrado a la violencia, a tal grado que me resulta inconsecuente el tráfico de armas?
Hace unas semanas desaparecieron 43 estudiantes de una escuela normal rural camino a protestar lo insostenible: mejores condiciones escolares, repulsa al gobierno local, adhesión a ideologías populistas. ¡Como si importara! Eran muchachos llenos de vida o de rabia, impulsados por su arrojo o manipulados por su ingenuidad. ¡No importa!
Nadie tiene que desaparecer o morir si no le gusta su contexto social o el color de sus gobernantes, supuestamente elegidos en un acto de democracia. Lo que estos chicos ignoraban –quizá como la mayoría de nosotros, acostumbrados a la inopia– es que serían “levantados” por fuerzas “del orden” que a su vez los entregarían como presas indefensas en garras de criminales. Tampoco anticipaban, como sus padres y amigos, como cualquier ciudadano de a pie, que ese fervor contestatario les costaría la vida: maniatados, torturados, desollados, fusilados a quemarropa, enterrados en fosas clandestinas…
A mis espaldas, un conductor –justificando su prisa– transgrede un semáforo en rojo, otro sube su coche a la acera, presto a atropellar o acaso desplazar a los transeúntes que le estorban. El aire poluto cubre los miles de casuchas construidas al azar en el cinturón de miseria que escala como un tumor las laderas de mi barrio. Atestiguo brotes de basura y desechos en cada esquina, interminables paredes con grafiti, autobuses sucios que depositan o recogen pasajeros sin orden, ausencia de reglamentos, parques arruinados, insultos como aves de mal agüero, rencor y desazón en cada mirada.
Hace años, un colega sentenciaba: perdimos las calles. Hoy, estamos renunciando a la dignidad, al elemental derecho de vivir y respirar con libertad. No hace falta ampliar mucho el círculo de conocidos para topar con alguien que ha sido secuestrado, asaltado en pleno día, asesinado por la simple sinrazón de estar en el lugar equivocado o tener un valor que apetece al que lo acecha.
Pero la injusticia social es implacable: mueren más los que menos tienen, de hambre, de frío; impelidos por hordas asesinas, bajo el fuego cruzado, en la marginalidad de las epidemias o los malos oficios de la Medicina incompetente.
Secuestrados en nuestros domicilios, temerosos de una ilegalidad que hemos prohijado con nuestra indiferencia, hacemos lo mejor posible para subsistir en un país donde la existencia vale un comino.
Entre la impunidad, el acoso de los narcotraficantes y la negligencia de los políticos de cualquier denominación, cedimos las calles. La voz del pueblo está ahogada, el Ethos que tanto predicamos se hundió en una fosa común, bajo los cuerpos irreconocibles de tantos paisanos –buenos o malos–, ya nada importa.
Si de verdad queremos recobrar los senderos, las plazas públicas, los parques y avenidas, tendremos que elevar la voz una vez más, por encima de la impunidad, más allá de los miedos personales, más acá de los intereses de clase. Un poder prístino, el de la sociedad civil retomando sus calles, sus balcones, sus escuelas, sus muros y sus horizontes. Nadie, nunca más debe morir o ser sacrificado por sus ideales o desacuerdos, porque transita de noche o porque confía en su agresor.
Hoy se trata de esos 43 jóvenes impunemente acribillados, que revelan sin reparos hasta dónde ha llegado el odio y la delincuencia, y hasta dónde hemos permitido que invada cada espacio que otrora fue nuestro.