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Después de atestiguar tatuajes de cualquier variedad y ubicación anatómica, adolescentes que se asolean a medias y pasan sus vacaciones celular en mano, así como sobrepeso en todos sus gradientes, regreso a la rutina y a mis reflexiones. Estoy consciente de que mucho de lo que planteo en esta entrega se ha escrito o sentenciado previamente. Trataré de ser innovador en lo esencial y claro en mis conclusiones.
La obesidad es un problema de educación
Es evidente que la cultura ha ofrecido ventajas matizadas por la desigualdad económica. Nunca será igual crecer en una barriada marginal que en el eje de una sociedad afluente.
Las oportunidades, las ofertas, los elementos de vínculo y, por consecuencia, la alimentación estarán ceñidos a esas condiciones de arranque. El aparente acceso a lo que denominamos “comida rápida” ha tenido un impacto mucho mayor en comunidades de bajos recursos, donde se destina proporcionalmente una fracción sustancial del ingreso al consumo. Una familia de obreros o sujeta al empleo esporádico, que ha cubierto sus necesidades básicas de vivienda y transporte, cuya distracción habitual es la televisión o la reunión dominical, tiene un excedente relativo de dinero para comprar comida y bebida. Dado que su educación se basa en la gratificación inmediata -el futuro laboral siempre es incierto-, lo ideal es ingerir alimentos apetecibles; es decir, altos en grasas saturadas y azúcares reinados.
Los negocios de pizzas, hamburguesas y pollo frito han crecido de manera descomunal en la vecindad de los cinturones de miseria, aunados a la dieta tradicional, que dista mucho de ser “balanceada”.
Si a ello sumamos que las fábricas y sitios afines de trabajo generalmente implican despertar de madrugada y trasladarse grandes distancias (o por tiempos equívocos de tráfico o disponibilidad), la necesidad de consumir calorías “rápidas” es apremiante. Los zumos de fruta, los bizcochos, los tamales (en pan o acompañados de atole), las frituras y refrescos azucarados vienen muy a mano ante tal empresa. Es excepcional ver puestos de fruta (y jamás de ensaladas) afuera de los accesos del metro o en las paradas de autobuses, en tanto que los tenderetes humeantes de fritangas abundan por doquier.
Aún más, la familia urbana tiene contadas ocasiones de entretenimiento. Acaso el cine o el parque, cuando el tiempo lo permite; pero no se sacrificará el convivio o la fiesta que atrae a la familia extensa, porque es una fuente de contención y sublimación de las frustraciones cotidianas. Cualquier aniversario o celebración justifican un ágape, donde se consumen de nuevo grandes cantidades de carbohidratos, grasas y, para redondear, la cerveza y el licor son los invitados principales.
Entre mis correrías como estudiante, recuerdo haber participado en unas jornadas de salud en la Sierra de Hidalgo donde, ante el calor asfixiante que se derramaba al mediodía, me ofrecían repetidamente un “refresquito”, que no era otra cosa que un cuarto de litro de cerveza embotellada. Mi estupefacta ingenuidad fue respondida cuando se me advirtió que ninguna fuente de agua era apta para el consumo “ni siquiera de los animales”.
Las verduras, las viandas más elaboradas y por supuesto, los enlatados o vinos son inaccesibles para la clase proletaria de los países del tercer mundo y, por tanto, ni siquiera se contemplan en el marco de su dieta. No se digan las variedades más exóticas, alimentos bajos en calorías o sin gluten, que son privilegio de los adinerados.