Doctor of doctors and doctor of professors.
Rev Hematol Mex 2017 ene;18(1):41-42.
Ruiz-Argüelles GJ
Director General, Centro de Hematología y Medicina Interna de Puebla, Puebla, México.
En 1970, Ferdinando Montejo, huyendo de la violencia y desorganización de la Facultad de Medicina de la Universidad Autónoma de Albanta, fue admitido en la Facultad de Medicina de la Universidad Autónoma de Macondo. Su padre, médico también, tenía amistad con Jaime Atalaya, hematólogo y profesor de la Universidad Autónoma de Albanta. Una semana después de haber iniciado la escuela de medicina, Ferdinando visitó a Atalaya en su consultorio, llevando un obsequio que su padre le había escogido, una pluma Lamy recién comprada en Ginebra: “…mira chavito, ni creas que voy a estar ayudándote en tus calificaciones; esta escuela de Medicina es muy difícil y más vale que te pongas a estudiar…”. El joven estudiante entendió el mensaje, muy similar al que ya había escuchado de otras personas cercanas a él. Con el paso del tiempo, Atalaya y Montejo se identificaron por muchas razones: el gusto por la música y por la literatura y el deseo del más joven de convertirse en hematólogo. Atalaya fue profesor de Hematología de Montejo, quien concluyó la licenciatura en Medicina en 1976 y decidió entrenarse en Medicina Interna y posteriormente en Hematología, curiosamente, en la misma institución en la que el profesor había hecho la subespecialidad de Hematología.
Años después, en 2002, siendo ya el alumno hematólogo, Atalaya se percató de que sufría una enfermedad hematológica y decidió visitar a su alumno en su consultorio, para lo que viajó de Albanta a Macondo. Montejo se sintió abrumado, distinguido, hasta desconcertado. El padecimiento hematológico de su maestro no era grave y ni siquiera ameritó una intervención terapéutica; el alumno ya había aprendido de su maestro que muchas decisiones médicas son más sabias si no se hace nada: Primum non nocere, primum nil nocere. La distinción que el maestro le hizo a uno de sus alumnos con este hecho nunca fue suficientemente identificada por el médico y profesor, ahora paciente, pero dejó marcado a Montejo para toda la vida. Años después, al alumno se le otorgó el doctorado Honoris Causa por la Universidad Autónoma de Albanta, su Alma Mater; Atalaya estuvo presente en la ceremonia, en la que varios de los participantes derramaron no una, sino varias lágrimas.
La necesidad que los médicos tenemos de ser atendidos médicamente crea situaciones especiales, como la de Atalaya y Montejo, y otras más complejas. Álvaro Gómez Leal, hematólogo y amigo de Atalaya y de Montejo, en su relato “La Muerte del Cardiólogo A”,1 se refiere a la enfermedad mortal de su maestro, también hematólogo, y relata el episodio de quien decide suicidarse con cianuro y llama al peor de sus alumnos para que equivocadamente certifique su muerte como un infarto de miocardio; el alumno ordena una autopsia y se hace evidente el suicidio, lastimando así la dinámica familiar y hasta la sucesión de los bienes del afamado profesor. También se relata el caso del episodio agudo miocárdico de otro médico y profesor quien, deseoso de morir, escoge como su médico al peor de sus alumnos para permitir que la muerte siga su curso y acabe con su existencia. El alumno, sintiéndose distinguido y halagado por su maestro, hace su mejor esfuerzo y le salva la vida, contraviniendo así, su decisión de morir y prolongando su agonía… “tenía la firmeza de carácter y la terquedad que sólo proporciona la estupidez”.1
Quienes tenemos el privilegio de ser médicos y profesores hemos tenido y tendremos la oportunidad de escoger a otros médicos como nuestros médicos; algunos de ellos habrán sido también nuestros alumnos. La tarea no es fácil ni para quien escoge ni para quien es escogido; el abanico de opciones es muy amplio, a veces demasiado. Es una de las muchas tarifas que tenemos que pagar quienes pertenecemos a esta noble y privilegiada estirpe de profesionistas.
REFERENCIA
1. Gómez-Leal A. La muerte del cardiólogo A. Med Univ 2000;2(8):239-241.